Venid, adoremos al Señor, porque Él es nuestro Dios

La auténtica adoración a Dios implica una purificación plena, tanto de las concepciones religiosas, como de nuestros criterios, juicios y afectos… Para iluminar este aspecto, bien podríamos recurrir al gesto de la purificación que Jesús hizo en el Templo de Jerusalén, tal y como lo narra el Evangelio de San Juan (Jn 2, 13-25). En efecto, la expulsión de los mercaderes del Templo es una imagen de la purificación de cada uno de nosotros, así como de las propias estructuras eclesiales, de forma que sólo habite en nosotros la gloria de Dios. Al ver el gesto profético del Maestro, los discípulos recordaron las palabras del Antiguo Testamento: «El celo de tu casa me devora» (Jn 2, 17); es decir, allí donde el amor de Dios lo llena todo, no caben idolatrías.

Pero en el caso presente vamos a apoyarnos en el texto del Génesis, en el que se narra el misterioso episodio de Jacob luchando contra Dios (Gn 32, 23-33), ya que tiene un carácter paradigmático. La reciente catequesis que sobre este texto predicó el Santo Padre, en la Audiencia General del 25 de mayo (2011), ha dado una especial actualidad a este relato. Merece la pena que lo escuchemos:

«Como afirma también el Catecismo de la Iglesia Católica, “la tradición espiritual de la Iglesia ha tomado de este relato el símbolo de la oración como un combate de la fe y una victoria de la perseverancia” (n. 2573). El texto bíblico nos habla de la larga noche de la búsqueda de Dios, de la lucha por conocer su nombre y ver su rostro; es la noche de la oración que con tenacidad y perseverancia pide a Dios la bendición y un nombre nuevo, una nueva realidad, fruto de conversión y de perdón.

La noche de Jacob en el vado de Yaboc se convierte así, para el creyente, en un punto de referencia para entender la relación con Dios, que en la oración encuentra su máxima expresión. La oración requiere confianza, cercanía, casi en un cuerpo a cuerpo simbólico, no con un Dios enemigo, adversario, sino con un Señor que bendice y que permanece siempre misterioso; que parece inalcanzable. Por esto, el autor sagrado utiliza el símbolo de la lucha, que implica fuerza de ánimo, perseverancia, tenacidad para alcanzar lo que se desea. Y si el objeto del deseo es la relación con Dios, su bendición y su amor; entonces la lucha no puede menos de culminar en la entrega de sí mismo a Dios, en el reconocimiento de la propia debilidad, que vence precisamente cuando se abandona en las manos misericordiosas de Dios».

En la oración en general, y especialmente en la oración de adoración, se libra una gran batalla contra el propio yo. La adoración supone un giro copernicano en la concepción vital de nuestra existencia. Se trata del paso de una cosmovisión “egocéntrica” a otra “cristocéntrica”. Ahora bien, como es obvio, esa tarea de centrar nuestra vida en Cristo, no se reduce a una convicción racional, sino que supone toda una tarea de desapego de cuanto nos “descentra” del verdadero “centro”. Sigue leyendo