Lucas 19, 45-48
Cuando Jesús estaba cerca de Jerusalén, nos dice el evangelio, contempla la ciudad santa y se pone a llorar por ella… Es el dolor de Cristo porque el pueblo de Dios, que es también su pueblo, no reconoce este tiempo de gracia: el tiempo favorable en que Dios los visita con la verdadera paz.
En las lágrimas de Jesús se condensa la compasión de Dios, su misericordia que sigue apelando a esos corazones entumecidos, para que se dejen convertir al paso de Dios.
El llanto de Cristo pone de manifiesto que el auténtico camino hacia la paz está en la aceptación del Enviado del Padre, y que en el rechazo-incredulidad, se anticipa una herencia de destrucción y de infelicidad.
Me quedo conmovido delante de este Jesús que se sabe el portador de la “paz verdadera”, del gozo y la alegría… pero también se toma en serio la libertad del hombre y padece la ceguera de su pueblo, que no quiere reconocer la visita de Dios.
¿Qué hacemos nosotros ante la visita de Dios? ¿Sabemos acoger el paso saludable de Dios que avanza sobre nuestros pasos y caminos… o nos ganan las distracciones multicolores de la vida, la ceguera voluntaria del que no quiere ver, las mil urgencias que golpean en ese instante del presente donde nos encontramos?
El Jesús manso y afable, que montado sobre un asno ingresa a la Ciudad de Jerusalén, no es la imagen del que evita los conflictos, del que huye la confrontación con el misterio del mal. La mansedumbre de Cristo no lo hace buscar el lado más fácil de las cosas. Es el Divino Paciente que no se queda pasivamente delante de aquellos que profanan la santidad de Dios y sus designios de paz.
Cristo seguirá mostrando con sus gestos y palabras la soberanía amorosa de Dios sobre la historia y las personas. Expulsar a los mercaderes del Templo es de esos gestos atrevidos de Jesús, que estando en su propia casa, quiere poner las cosas en su lugar, y por eso arranca todo aquello que desdice de la santidad de su Casa: “Está escrito: Mi Casa será una casa de oración, pero ustedes la han convertido en una cueva de ladrones”.
El templo profanado de Jerusalén es una imagen del cristiano-templo, que a veces lleva una vida en corto circuito con esa fuente divina que es la única capaz de traerle la luz y la paz verdaderas.
¿Estamos dispuestos a ser purificados por el Señor, aunque implique algo similar a la escena del Evangelio.?
Creados a imagen y semejanza de Dios y habiendo recibido la habitación del Dios trinitario en nuestra vida, lo que nos ha convertido en templos vivos de la divinidad, tenemos la exigencia de vivir en consonancia con esta realidad esencial que nos define como pertenencia de Dios.
El relato evangélico nos muestra a Cristo que limpia y purifica del templo santo de Dios. Echa afuera todo aquello que ensucia y pervierte la santidad de su casa y el buen nombre de los que allí habitan. Pero seguidamente, San Lucas observa que el Señor enseñaba todos los días en el templo. Limpiar y apartar todo aquello está demás, para que todo el espacio se haga más receptivo a la gracia de la Palabra que Dios anuncia y quiere sembrar en el campo del corazón.
La tarea del cristiano bien podría sintetizarse en estas dos acciones: purgar el mal y llenarse de la Palabra que desciende generosa para hacernos fecunda la vida.
Quizá debiera sorprendernos cómo algunos reaccionan enérgicos- y es deseable que ello ocurra- frente a las profanaciones de iglesias y templos, pero frente a las profanaciones continuas que el hombre padece, y donde muchas veces, él mismo es responsable en ese dejarse como profanar por la mundanidad del mundo, hay como una reacción tardía o no reacción. Amén
P. Claudio Bert (1964/2017)
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