Homilía de la Misa del viernes 11 de mayo de 2012

Texto: San Marcos 1, 29-39
Frente a la posibilidad de vernos aquejados por ciertos males, solemos decir con aire de resignación: “basta la salud”. Es decir, la enfermedad es una de esas experiencias dolorosas fuertes que pueden sobrevenir sobre una persona o una familia, ya  se trate de un niño, de un joven, adulto o anciano.

El texto evangélico de esta tarde nos describe lo que un periodista titularía: “un día en la vida de Jesús de Nazaret”. Esta es la agenda diaria de Cristo: sanar,  predicar, orar, sanar… Y aquí se genera un interrogante: ¿cuál es la agenda diaria de la Iglesia?, ¿y la mía? A veces tenemos el día atiborrado de cosas, y nos parece que las veinticuatro horas son escasas para lo mucho que hemos de hacer. Pero, cabe nos preguntemos si todo es importante y necesario, y la manera de saberlo es mirando al absoluto de Dios, que nos dará la medida y el peso real de todo. ¿Acaso no hemos de sorprendernos, frente a un Jesús que luego de horas intensísimas de predicación y sanaciones, se reserva un lugar y lo busca- hasta sacrificando horas de descanso- para conversar con su Padre?

Cuando Pedro y sus compañeros van a buscar a Jesús, que se había apartado para la oración, le dirán estas palabras: “todos te andan buscando”. Una frase que muestra la magnitud de esta misión que Cristo se ha puesto encima, una misión que no deja afuera a nadie; son todos los que pueden estar cerca de Él, especialmente, los más abatidos y sufrientes. El evangelio nos muestra el compromiso que tiene Jesús frente al mundo del dolor en todas sus manifestaciones: “Jesús sanó a muchos enfermos, que sufrían de diversos males, y expulsó a muchos demonios…”

 Vale la pena reparar en la expresión “muchos enfermos”: no todos quedaban curados de sus males, pero a todos podía alcanzar el gozo de la paz y el consuelo que brotaban del Corazón compasivo del Salvador. Los signos que Jesús obraba eran la confirmación y el cumplimiento del Reino que anunciaba con su palabra. Los milagros son señales elocuentes de esa otra elocuencia mayor-  que es el mismo Amor -derramado en el corazón de los que se ponían con una cercanía creyente en la inmediatez de la persona de Cristo.

¿Cuál es la actitud del cristiano frente a los conflictos y problemas de aquellos que conviven junto a nosotros y nos interceptan en los caminos de nuestra vida? El Evangelio nos dice que a Jesús lo seguían multitudes, porque de su ser, de sus palabras y gestos, brotaba una energía que confortaba a todos. El Señor pasa por donde ha de pasar con ese «paso terapéutico», que llena de luz la oscuridad y pone bálsamo en las heridas. No vemos un Jesús quejoso y protestón frente a los reclamos populares. Nos quedamos contemplando a este Jesús, que se deja abordar siempre por los más lastimados. Vale más encender una vela – por pequeñita que sea – que maldecir la oscuridad.

Predicar y sanar no son cosas distintas en la vida de Cristo. Son como dos momentos complementarios del obrar manifestativo del Hijo: vino a revelar el amor misericordioso del Padre. “El que me ve a mí, ve al Padre”. Palabra y acción dan testimonio de que la redención es para el hombre, en la integridad de su cuerpo y de su alma.

En el caso de la suegra de Pedro, que se hallaba en cama con fiebre cuando llega Jesús a su casa, el evangelista nos describe el proceder del Maestro, ni bien lo ponen en conocimiento de la situación. Son actitudes humanas y divinas, que hemos de apropiarnos  como elementos configuradores de la forma de ser del discípulo: cercanía al enfermo, contacto físico (dar la mano), ayudar a levantar…

La expresión “levantar” en la Biblia hace referencia al rehabilitar, al dar vida, al resucitar. Y el resucitado siempre es alguien que se poner a servir a Aquél que lo levantó del pozo y a su Iglesia. La suegra de Pedro, curada de la fiebre e incorporada a la vida, asume la actitud típica del creyente y del discípulo: el servir a Jesús y a los hermanos: “se puso a servirlos”. Tal vez la enfermedad consista en no poder servir o en no querer servir. Quien sirve a los demás, siempre goza de buena salud, aunque le duelan algunas partes del cuerpo.

Nos quedamos mirando esta maravillosa estampa de un Cristo que acepta como cortejo de su peregrinación a esas muchedumbres fracturadas en el cuerpo y en el alma… Pero, de la contemplación pasamos a la acción. A la Iglesia no le debe pasar otra cosa distinta de la que vive su Señor. Nuestra vida tiene que ser un signo diáfano, casi como un sacramento de la entrañable misericordia de Dios para con su pueblo.

El “sed misericordiosos como el Padre celestial es misericordioso” (Lc. 6, 36) es una exigencia moral que nos pone en la situación de un dejarnos abordar por la humanidad fracturada y sufrida, en medio de la cual estamos como antorchas de luz, y como sal de la vida. De Jesús dice la Escritura que “pasó haciendo el bien” (Hch.10,38); es decir, el bien no es una abstracción general, el bien tiene la forma concreta del hacer, del compromiso, del dejarse abordar del que les hablé hace un momento. Hacer y no quedarme enjaulado por el temor a la contaminación.

Padre CLAUDIO BERT