Para enseñar a los hombres a confiar en la Providencia, Dios quiso crear en la naturaleza imágenes palpables de su inefable benevolencia, como los pájaros del cielo. Ellos “no siembran ni siegan, ni almacenan”, sino que el Padre celestial los alimenta. Ahora bien, pregunta Jesús, “¿No valéis vosotros más que ellos?” (Mt 6, 26).
Además de darnos aliento en las dificultades de nuestra existencia, este pasaje del Evangelio nos facilita a contemplar una de las infinitas facetas del Autor de la vida, pródigo con sus criaturas. Y nos permite vislumbrar misteriosos reflejos de la Eterna Sabiduría al crear la multitud de pájaros que vuelan “sobre la tierra frente al firmamento del cielo” (Gn 1, 20). Porque Dios no sólo les da de comer de la abundante mesa de la naturaleza, sino que también predispuso su organismo, según las diferentes especies, proporcionando a cada uno los recursos ideales para encontrar su propia nutrición.
Un atrayente ejemplo de esto nos lo ofrece el pájaro carpintero, una de las aves más curiosas del cielo. No tiene un plumaje exuberante ni un canto maravilloso, pero despierta la admiración del que tiene la agradable sorpresa de encontrárselo, casi siempre solitario, firmemente sujeto al tronco de un árbol y erguido.
Gracias a la peculiar disposición de las cuatro garras de sus patas – dos hacia atrás y dos adelante – y a la cola rígida en la que se apoya, este ruidoso habitante de los bosques consigue mantenerse en elegante posición vertical mientras martillea los árboles en busca de alimento. El pico, bastante más fuerte que el de otros pájaros, le permite pasar todo el día en ese laborioso rastreo, con extraordinaria velocidad, haciendo resonar en la floresta el típico “toc- toc-toc” que marca su presencia.
Como es característico de todas las obras que salen de las manos de Aquel que es la Perfección, esa intensa actividad diaria no causa dolor ni molestias a la pequeña ave, porque su cabeza está provista de una estructura cartilaginosa que funciona como amortiguador, protegiendo el cerebro contra el impacto de tantas vibraciones. A todo ese mecanismo natural del simpático martilleador, se suma una fina capacidad auditiva: consigue oír el ruido de insectos y larvas que se refugian en el hueco de los árboles. Por eso agujerea siempre en el sitio exacto y captura a sus presas usando su puntiaguda lengua cuya longitud llega a ser hasta cinco veces mayor que el pico.
He ahí algunos elementos de perfección de la especie que el Padre celestial ha dado al pájaro carpintero para garantizar su subsistencia.
Remontémonos de esta incomprensible maravilla a la enseñanza de Cristo y confiemos en la ilimitada dadivosidad de Dios, que nunca nos desampara. Porque si tal es su celo por un pájaro, criatura irracional, incomparablemente más grande es su desvelo por los hombres, creados a su imagen y semejanza, hijos suyos por el Bautismo, llamados a glorificarlo, amarlo y servirlo de modo libre y consciente, en la vida terrena y por toda la eternidad.
Sin embargo, en los momentos de inseguridad y aflicción extremas, no nos limitemos a y contemplar los pájaros del cielo. Juntemos las manos en fervorosa plegaria y dirijamos nuestra mirada filial y confiada a la que, entre mil otros títulos, también es llamada Madre de la Divina Providencia. Por medio de Ella, el gobierno de Dios sobre nosotros se hace con una plenitud de cariño, de conmiseración, de afecto, que agota de modo completo todo lo que el hombre puede imaginar. Tras experimentar esa acción maternal, surge en el alma fiel una pregunta que más expresa amor que deseo de saber, auténtico himno de gratitud y alabanza: “¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él, el ser humano, para mirar por él?” (Sl 8,5)
Emelly T. Schonorr
Revista Heraldos del Evangelio, junio 2013