Homilía del Domingo 23 de junio

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San Lucas relata la escena anotando que Jesús estaba orando solo con su Padre. Son los momentos de mayor intimidad que Jesús vive con su Padre, la reciprocidad de un vínculo eterno que los hombres pudieron contemplar de a ratos, en esos momentos exclusivos en que el Señor se dejó ver y encontrar en la oración.

Es en este contexto de donde parten las dos preguntas que Jesús formula  a sus discípulos. La primera, quizá resulte como una curiosidad de parte de Cristo, el querer saber lo que comentan de él. Sin embargo, pareciera que es una pregunta introductoria, la que principia la pregunta fundamental: “Pero ustedes, ¿quién dicen que soy yo?”.

El acto de fe involucra esa pregunta. Siempre se nos hará la misma pregunta, hasta el final… Y la respuesta no será la misma siempre que entendamos que la fe es dinámica y crece hasta hacer del que la tiene un verdadero creyente.

Jesús les da la posibilidad a  sus discípulos de poder decir en palabras lo que sienten en el alma, sus impresiones espirituales de este conocer al Hijo de Dios encarnado. Más tarde deberán anunciarlo a campo abierto, pero ahora se lo tienen que decir al Señor en voz alta, como cuando uno estudia en voz alta la lección que dará más tarde delante del profesor.

Decir en alta voz quien es el Señor para mí, decírselo a Él en esa relación personal que es la plegaria. Decirle, por otra parte, lo que Él ya sabe de mí…

La fe necesita de esta expresión conceptual. Tiene su raíz en el corazón pero se convierte en anuncio y testimonio de palabras y de obras. La fe no puede quedar en la inmanencia porque corre el peligro de extinguirse. Cuanto más se muestra más se arraiga en la entraña del corazón.

Las palabras que Jesús dirige a quienes deseen seguirle pondrán de relieve, una vez más, que la fe es seguimiento, ir detrás del Señor, pisando sus mismas huellas: “Después dijo a todos: El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz cada día y me siga”.

Pedro emerge haciendo pública su confesión: “Tú eres el Mesías de Dios”. Sin embargo, las expectativas que ellos muestran se confunden con esos mesianismos temporales, más emparentados con un Cristo “super star” que con ese Mesías traspasado del que nos habla el profeta Zacarías en la primera lectura. Por ello el Señor vuelve a intervenir correctivamente y habla de su destino de cruz, de la muerte que se avizora en su horizonte inmediato.

El evangelio concluye con esa invitación del Señor a todos, los que allí estaban y el “todos” que nos incluye a cada uno: “El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz cada día y me siga. Porque el que quiera salvar su vida, la perderá y el que pierda su vida por mí, la salvará”.

Llama la atención que cuando Jesús invita a unirse a Su persona, a entrar en comunión de vida con Su misterio, siempre exige la renuncia de todo aquello que no compatibiliza con los valores supremos del Reino. Una renuncia que se profundiza, es decir, que supera la instancia de las cosas concretas para terminar en la renuncia de sí mismo.

La condición del seguimiento será siempre un dejar y dejarse, ya no mirar para atrás, pero cargando cada uno con su propia cruz. Es la única pertenencia que el Señor da permiso para que lleve el discípulo junto a sí. Cargarse la cruz es afrontarla con deliberación, voluntariamente… tal como el Señor subió a Jerusalén para morir, “voluntariamente aceptada” dice la liturgia antes de la Consagración.

Llevar la cruz es reconocer que en el camino del Señor también estuvo la cruz, la Suya y la nuestra, la nuestra que se convirtió en su propia cruz. Por lo tanto, ir detrás de Jesús nos involucra en su mismo destino de cruz y de gloria. Quisiera agregar: el Señor habla de cada de que cada uno cargue su cruz cada día: hay que levantarla para seguir avanzando. No esperemos a que nos la echen sobre las espaldas… Cada uno deberá contornearla con sus manos y hacer de ella un trampolín para llegar a la meta del camino.

Muchas cosas podremos evitar y dejar pasar, no es el caso del dolor. El sufrimiento es un ingrediente que nos ha puesto la condición humana al lado de la cuna y nos acompañará hasta en el lecho de la muerte. El Señor también lo conoció en carne propia y lo cubrió con su gracia, haciendo de la cruz un camino hacia la luz.

P. Claudio Bert