Si estuviéramos atentos a las cosas obvias

 

Si estuviéramos atentos a las cosas obvias, nos daríamos cuenta de la compañía cotidiana de Dios, que sostiene constantemente nuestra esperanza. Una compañía verdadera, no siempre consoladora y gratificante, sino que a veces es áspera y dura, provocadora y exigente, como corresponde a una presencia que quiere ser incisiva y pretende cambiar mi vida; otras veces, en cambio, es compañía silenciosa e incluso demasiado silenciosa, invisible y lejana. Pero, en todo caso, compañía ordinaria y que llega a nosotros mediante las situaciones ordinarias. Por eso es sabio recordar la advertencia de Pascal: «Las mentes pequeñas se ocupan de las cosas extraordinarias; las mentes grandes, de las ordinarias».

Los sentidos son curados, por tanto, cuando se hacen realmente humildes y sencillos: por un lado, no pretenden las cosas extraordinarias descuidando las ordinarias; por otro, abandonan toda presunción y no consideran que únicamente existe lo que cae bajo su percepción. Entonces son libres para levantar el vuelo hacia una realidad diferente, hacia lo que no se ve, no se oye y no se toca. Y sería la máxima expresión de valentía y realización de los sentidos humanos, como dice el gran místico Angelus Silesius: «¡Ve a donde no puedas! ¡Mira donde no veas! Escucha donde hay silencio: es allí donde habla Dios».

Como la vida habla si hay un corazón que escucha, así la vida forma solo si los sentidos están vivos y vigilantes, si son humildes y audaces.

Amedeo Cencini, ¿Hemos perdido nuestros sentidos?, Cap. 1