La obediencia es propia de almas fuertes y humildes. Sólo Dios podría medir la profundidad de la humildad de José. Se sabía incomparablemente privilegiado por Dios, en razón de su misión, y, sin embargo, no se siente aplastado por la grandeza de su vocación, como tampoco piensa en envanecerse o en reservarse un puesto en el gran misterio de la Encarnación que domina la Historia; ni siquiera utiliza su título de padre adoptivo del Hijo de Dios para destacarse y subirse en un pedestal. Allí donde otros hubiesen caído en el orgullo, él, que tan a menudo ha meditado el Magníficat de su esposa, se abaja más y más. En todo lo bueno que descubre en él no ve más que un don gratuito de Dios y de su liberalidad. Sólo se distingue de los demás por su profunda modestia y su discreción total. Más todavía que Isabel, se dice: ¿De dónde me viene la dicha que supone el que mi Dios y su Madre si dignen habitar en mi casa? Y más también que Juan Bautista, añade: Es menester que Jesús crezca y yo disminuya.
Pone todo su empeño en servir a los designios de Dios y lo hace sin agitación, sin ruido, en un silencio tal que el Evangelio no nos trasmite una sola palabra suya. En todas las situaciones singulares en que Dios le pone, permanece silencioso y tranquilo. Sabe que la tarea de un servidor no consiste en hablar, sino en escuchar la voz de quien le manda, y que el silencio es el ambiente propio de una vida que busca estar unida a Dios, conservar el contacto con él.
No tenemos que lamentar no conocer ninguna palabra de José, pues su lección y su mensaje son precisamente su silencio. Se sabe depositario del secreto del Padre Eterno y, para mejor guardarlo sin que nada se transparente, se envuelve él mismo en el secreto; no quiere que se vea en él más que un obrero que trabaja duro para ganarse el pan, temiendo que sus palarbas obstaculicen la manifestación del Verbo.
Michel Gasnier, Cuadernos Palabra nº 67, Madrid 1980